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De migrantes a refugiados: escape a la crisis en Venezuela

Perú.- Han sido 2 mil 700 kilómetros de una fuga a pie y
en autoestop. En el camino, los Mendoza Landinez se han cruzado con toda suerte
de obstáculos que por momentos parecían que los atarían para siempre a la
crisis en Venezuela.

 

Como para miles de los migrantes venezolanos, el viaje
fue una montaña rusa de emociones, con un añadido: Joel Mendoza y su pareja
Edicth Landinez, los hijos de ella Nacari y Sebastián, además de su sobrina
Eliana Balza y su bebé de brazos Tiago, viajaron a contrarreloj para llegar a
Perú antes de que se venciera el plazo para entrar sin pasaporte.

 

La AFP los acompañó durante tres días en su travesía por
una segunda oportunidad para los migrantes que cruzan Colombia, Ecuador y Perú.

 

Jueves 23. Felicidad

 

Hace frío pero no llueve. Es lo habitual en las afueras
de la ciudad colombiana de Pasto. Hacia el mediodía, sobre la carretera
Panamericana, que atraviesa Sudamérica, circula una camioneta beige. En ella
van once venezolanos, siete en el platón y cuatro en la cabina. Tres son
menores de edad.

 

A lo lejos, entre brazos recogidos para protegerse del
viento, resalta un sombrero blanco de fique. Con sus manos pesadas, Joel
protege a Edicth, su pareja hace medio año y compañera de viaje desde el 15 de
agosto, cuando abandonaron Guanare, en el oeste venezolano.

 

Impotentes porque sus sueldos como conductor de camión y
empleada doméstica no alcanzaban para «nada» (con el salario semanal
de él solo compraban un kilo de jabón), cruzaron a Colombia por el municipio de
Puerto Santander.

 

A las horas de recorrer el país, que en los últimos 16
meses ha recibido a más de un millón de personas desde Venezuela, supieron que
aquí el clima es muy diferente. Y que comerían cuando alguien les extendiera la
mano.

 

«Es un precio muy caro el que se paga por dejar el
país», dice Joel, de 51 años. «Todo lo que uno ha hecho con tanto
esfuerzo, despegarse de eso es fuerte», añade Edicth, de 34, aunque su
piel y ojos cansados la hacen ver mayor. Ambos solo llevan la ropa que tienen
puesta y maletas con cobijas.

 

Pese a todo, este jueves ha sido benévolo. El chófer del
camión que durante 40 horas los transportó gratis desde el otro lado de
Colombia les compró desayuno y una venezolana, que en julio realizó su misma
odisea y ahora atiende un restaurante, les obsequió el almuerzo. Rezan.

 

Iniciaron la jornada a las 06:00 y ocho horas después
hacen el último transbordo del día a un vehículo con estacas -que los deja a
pocos kilómetros de Ipiales, en los límites con Ecuador- y que comparten con
sus compatriotas de la camioneta beige.

 

Durante la caminata de hora y media hasta el centro
migratorio los invade la incertidumbre. Edicth es la única que tiene pasaporte,
exigido por Ecuador para controlar la ola migratoria. Por la vía se cruzan con
venezolanos desanimados que les recomiendan devolverse.

 

«Tengo fe en que nos van a dejar pasar», dice
la matrona, mientras Joel, nervioso, fuma un cigarrillo. Ha caído el sol y con
él la temperatura.

 

Nacari, de 16 años, y Sebastián, de seis, descansan sobre
el equipaje. No se han quejado una sola vez. Eliana (19), que carga a Tiago, de
cinco meses, apenas si ha pronunciado palabra.

 

A las 18:40, de las oficinas colombianas de migración
salen murmullos. Los oficiales les avanzan que Ecuador los dejará pasar
mostrando las cédulas y además los llevarán en buses gratuitos hasta Perú.

 

«¡Bendito Dios!», clama Joel. Oran nuevamente,
se abrazan y empiezan a hacer la fila para cruzar el puente Rumichaca.
«¡Estoy que brinco en una pata!», dice Edicth develando la sonrisa
más amplia del día. No durará mucho.

 

 

Viernes 24. Separación

 

Aliviados, los Mendoza Landinez descansan en carpas de la
Cruz Roja ecuatoriana en las aceras de Tulcán, el primer pueblo tras la
frontera con Colombia, donde se agolpan cientos de venezolanos.

 

A las 00:20 los despiertan para abordar el bus, tras un
retraso de cuatro horas. El frío es brutal. Edicth acaba de ser informada de
que debe regresar a Colombia para sellar un documento de su hijo Sebastián.

 

Debe ser rápida, pues por viajar con menores tienen cupo
en los primeros vehículos que partirán a Huaquillas, en la frontera de Ecuador
y Perú, donde los espera su hijo mayor Leonardo y Evelyn, su hermana y madre de
Eliana.

 

Tras ir y volver, Edicth resuelve el impasse de
«Sebas», tan abrigado que parece una momia. Pero entonces surge lo
inesperado: Eliana no puede pasar porque su cédula está deteriorada y migración
teme que sea falsa. «Ella «guevoneó» (perdió tiempo) y no fue a sacar esa
vaina», maldice entre dientes Joel.

 

Nada que hacer: ni la sobrina ni Tiago pueden seguir.
«Yo sin ella no me voy», advierte Edicth. «Yo me tengo que ir,
si no paso hoy, no paso» a Perú, le reclama Joel. Al final un pequeño
alivio, Ecuador les dará un permiso temporal de estancia a la mujer y el
pequeño.

 

Son las 02:10 y el viaje a Huaquillas dura entre 16 y 18
horas, tienen el tiempo justo para llegar antes de las 00:00 del sábado, cuando
los peruanos empezarán a exigirles pasaporte. Eliana, desafiante, dice que se
quedará con los compañeros de la camioneta beige que van a Quito. Llora. El
aseo del bebé deja ver una irritación en genitales por falta de pañales.

 

Edicth intenta consolarla. «¿Toda esta travesía para
esto?», se pregunta con la voz entrecortada. Se funden en un abrazo y a
las 02:47 se montan en el autobús.

 

En la primera parada la madre Landinez reconoce que no
pudo dormir. Sebastián fue el único que pudo comer: unas galletas. «Eliana
está sola allá con el bebé». Pide un teléfono prestado y llama a su
hermana, con quien discute.

 

El vehículo retoma la marcha. En su interior los
venezolanos cantan reguetón y hacen chistes. Los Mendoza Landinez intentan
recuperar el sueño perdido, pero se despiertan con una mala nueva: van
retrasados y difícilmente podrán llegar a Perú dentro del plazo.

 

Sábado 25. Ilusión

 

El autobús de matrícula PAC-4945 se estaciona en
Huaquillas. El reloj marca las 03:55. Hace casi cuatro horas que Perú cerró su
frontera para los venezolanos sin pasaporte. Los ocupantes lucen
desesperanzados. «Nosotros hubiéramos llegado legal si no fuera por tanta
paradera», se queja Edicth. Se une al coro de migrantes que denuncian
dilaciones de Ecuador para traerlos a tiempo.

 

La ausencia de la sobrina -para entonces ya en Quito-
atormenta a la tía.

 

Hace tres meses que su hermana, de 38 años, llegó con
Leonardo, de 17, a Lima. El primer mes el hijo mayor de Edicth trabajó como
obrero, pero entró en una profunda depresión y fue internado en un hospital.
Evelyn se dedicó a cuidarlo y perdió el empleo de cocinera en un restaurante
limeño.

 

«Entiendo su molestia», apunta Edicth.
Interrumpe su relato cuando le sugieren montarse de nuevo en el vehículo y
transitar los pocos kilómetros hasta Tumbes, donde empieza Perú. No todo está
perdido: pueden pedir condición de refugiados.

 

«Aguantar hambre, pedir plata, pasar necesidades, es
la primera vez que hago eso» y todo «para estar acá», dice
Nacari al borde del llanto. En estos tres días no se han bañado.

 

Los Mendoza Landinez hacen una fila que se mueve rápido
para ingresar a una sala en la que se estudiará su caso. Si les dan el aval
podrán estar temporalmente en Perú. Joel ya visualiza cómo llegarán al refugio
en el que vive Evelyn, que pese a todo los recibirá: «De mochileros, como
nos vinimos de Venezuela. Ya somos ganadores».

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